No sé por qué quedaba con él. Yo no le he querido nunca, me enganché a él como quién se cuelga de una nueva droga y se arruina por esa mierda. Y nunca supe salir de ahí. Se convirtió en un bucle, un laberinto que al que costó encontrarle salida. Nunca tuvimos el valor suficiente para decirnos la verdad. Nos conformábamos con miradas furtivas, conversaciones secretas y besos sin sentimiento al fin al cabo.
Él se contentaba con que yo hiciera algún que otro gesto de más, se sentía fuerte, como si nuestro pequeño pacto siguiera activo y reaccionaba de formas dispares. O bien evitaba emitir una respuesta a ese estímulo que era yo, o bien si yo llevaba rato sin dirigir la mirada hacia alguno de sus movimientos, corría a buscarme en otros ojos o en otros labios, y esperaba una reacción. Que levantara la cabeza e hiciese alguna mueca que él pudiese traducir a su antojo en una respuesta que le hiciera feliz. Yo sin embargo actuaba por puro instinto, sin hacer caso a mis lágrimas de ayer ni a mis sonrisas de mañana. No tenía una estrategia definida y por lo tanto jugaba a tentarle, a ponerle nervioso, qué se yo, a casi todo con tal de hacerle sufrir. Hubo un tiempo en que ese comportamiento me ayudaba a seguir pero me hundía a la vez. Quería resignarme, darle la razón a la indiferencia, que todo pasase a un segundo plano, alejarme de él.
Pero entendí que esa lucha era un acto inútil, una pérdida de tiempo, que hay historias, si se pueden llamar así, que ni llegan ni quieres que lleguen a ningún lado. Que existe la felicidad, que el amor no está asociado al dolor sino a la risa. Y te maldices por perder una preciosa parte de tu vida en gente que no se merece ni un paréntesis en ella.
